viernes, 11 de julio de 2008

LITERATURA PARA EL SECUNDARIO

Culturas / Edición Impresa
LITERATURA PARA EL SECUNDARIO
Escritores al colegio
Se reunieron autores y funcionarios en La Plata para proponer los libros que deberían leer los estudiantes. La lista esencial.
08.07.2008

El Salón Albergucci de la Dirección General de Cultura y Educación de la provincia de Buenos Aires dejó de ser por un momento un territorio de discusiones gremiales y burocracia docente para convertirse en un escenario de fumata papal.

La fumata –laica y libre– fue para recomendar la lista de los libros de literatura argentina que no pueden faltar en las aulas del sistema escolar más grande de la Argentina, habitado por cuatro millones y medio de alumnos de una república que se manifiesta por igual en medio de la pampa húmeda, en las islas del Delta y en las concentraciones de población más densas del conurbano.

Del cónclave no participaron cardenales primados sino escritores y académicos, entre los que se hicieron oír Ricardo Piglia, Ángela Pradelli, Arturo Carrera, Daniel Link, Graciela Goldchuck y Miguel Dalmaroni. La idea surgió de la Dirección de Escuelas bonaerense, donde todavía arrecian los versos de Baldomero Fernández Moreno, con el fin de agitar un poco la currícula e introducir en las aulas más literatura que recitados pueriles o afectados.

Sobraron los postulantes. A los abonados de siempre se agregaron a la discusión los nombres de Esteban Echeverría, Julio Cortázar, Macedonio Fernández, Juan L. Ortiz, Juan José Saer, Leónidas Lamborghini y Manuel Puig, entre decenas de estrellas de una constelación excluida de los favores de los educadores y el placer de los educandos.

Que esos nombres hayan rondado el salón no significa que vayan a sobrevivir a una discusión que recién comienza. El propósito, como se animó a referir uno de los escritores consultados, “no es tanto el de saber a quiénes se sugiere como autores importantes del sistema literario sino qué se discute”.

El director general de Cultura y Educación de la provincia de Buenos Aires y autor de la iniciativa, Mario Oporto, se abre paso entre los rumores de guerra semántica y argumenta a favor de su plan: “Las condiciones materiales en las que aprenden los alumnos son básicas para la educación, pero la literatura también. Sin literatura las cosas tiene menos sentido”.

Además de escritores también fueron convocados los profesores titulares y adjuntos de las cátedras de Literatura Argentina de las universidades nacionales con asiento en territorio provincial y sus pares de Lengua y Literatura de los Institutos Superiores de Formación Docente. Todos opinaron, o mascullaron desacuerdos por lo bajo pero siempre con la intención de influir.

Ricardo Piglia tomó la palabra luego del ministro Oporto. Lo hizo para decir que, lejos de la idea de Harold Bloom, él prefería que no se hablase de canon literario sino de “biblioteca básica de diez libros”.

El debate encendió varias mechas: ¿deben ser escritores vivos o muertos?, ¿debe haber antologías o sólo títulos por autor único? La sucesión de asuntos tuvo cierto frenesí. Salió, entonces, el tema de los derechos y un problema en el horizonte: Borges y su apoderada María Kodama. “No importa –dijo alguien en broma–, lo sacamos”.

Cuestiones pedagógicas, modos de transmisión del saber literario, regreso a la antigua hora de lectura: todo era útil para demorar la tan mentada lista. Una nube de dudas comenzó a cernirse sobre los participantes. Graciela Goldchuck se retiró del cónclave un rato antes del final, pero con la puerta entornada alcanzó a balbucear: “Cae la noche tropical, de Manuel Puig”. Miguel Dalmaroni ya se había inclinado por Lucio V. Mansilla y Una excursión a los indios ranqueles y por un pack de poetas que no podían faltar: Hugo Pedelletti, Néstor Perlongher y Juan L. Ortiz.

Luego se manifestaron las cuestiones materiales. ¿Cómo se puede hacer para que la provincia de Buenos Aires provea de libros de literatura a un millón de alumnos de la secundaria? Los nombres propios de las luminarias de la lengua dieron paso al fantasma de los números.

El sistema escolar bonaerense es una máquina infernal de multiplicar todo por millones. Oporto hizo un cálculo de cómo un gasto unitario mínimo de su ministerio puede terminar en una cifra astronómica: “Tenemos 19 mil escuelas y 250 mil docentes”. “¡¿Cómo?!”, gritó Daniel Link, mientras trataba de anotar una memoria de esa masa crítica inestable.

El entorno escenográfico de las charlas era una serie de vitreaux iluminados como pequeñas capillas portátiles. Sobre la mesa se arrastraban decenas de pocillos y botellas de agua mineral, fundamentales para extender la conversación todo el tiempo que hiciera falta; “hasta la cena”, postuló Miguel Dalmaroni. Oporto no se replegó: “Es que para eso los invitamos”.

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